Introducción
Hay fotógrafos que se saben buenos. Otros lo sospechan. Y luego estamos los fotógrafos sin eco: quienes, tras años disparando, comenzamos a cuestionarnos. No por lo que capturamos, sino por lo que ocurre —o no ocurre— al compartirlo. Hemos convertido nuestras imágenes en señales lanzadas al espacio virtual, esperando un eco que apenas llega. Ese vacío, más que cualquier crítica, es lo que acaba calando.
Hemos llenado cajones con negativos y carpetas con gigas de archivos digitales. Hemos ocupado espacio físico y mental, vaciado cuentas corrientes en equipo, formación o viajes. Y todo ello, sin encontrar eco más allá de familiares, amigos o algún pulgar distraído que desliza la pantalla casi por inercia, ajeno al tiempo, al dinero y a la emoción invertidos en cada disparo.
No destacan nuestras fotos. No llaman a nuestra puerta las galerías ni las editoriales. Quizá porque no somos lo suficientemente buenos, o no hemos sabido construir nuestro espacio. Quizá porque la varita mágica del algoritmo ha decidido saltarse nuestras cuentas.
Habitamos una tierra intermedia. Un territorio poco visible donde la fotografía se hace con alma, pero sin reconocimiento. No somos excepcionales. Somos del montón. Y, sin embargo, seguimos. Porque fotografiar llena nuestros huecos vacíos y nos conecta con algo profundo, que va más allá de cualquier validación externa.
¿Qué pasa cuando nadie responde?
La indiferencia es extraña: no hiere como la crítica, pero tampoco alimenta como el elogio. Sólo deja silencio. Las cuentas de redes sociales se mantienen vivas con latidos mínimos —un puñado de likes distraídos, un comentario ocasional— y, pese a ello, dedicamos horas a editar, a escribir pies de foto, a darle al botón de publicar.
Ese contraste —trabajo intenso frente a reacción ínfima— provoca una erosión lenta. No destruye de inmediato; desgasta a largo plazo. El ojo se nubla, la motivación se adelgaza, el equipo empieza a pesar. Ser fotógrafos sin eco significa vivir ahí, entre la necesidad de crear y la duda de para quién hacerlo.
La tierra intermedia
Podemos llamarla así: la tierra intermedia. Un lugar donde no se encuentran ni el aplauso ni el desprecio, sino algo más desconcertante: la indiferencia. Habitamos esa zona sin mapa quienes no vivimos de la fotografía, pero tampoco sin ella. Los que la practicamos con honestidad, con constancia, incluso con mimo, pero sin el respaldo de premios, exposiciones o contratos.
No hay lamentos, solo constataciones. Pertenecemos a un espacio vasto y silencioso. No nos sentimos frustrados, pero tampoco realizados del todo. Es como estar en una sala de espera sin llamada prevista. Y, sin embargo, esa espera tiene algo fértil. Nos permite mirar sin compromiso, explorar sin urgencia. Y también nos enfrenta a algo incómodo: no tener a quién culpar de nuestro estancamiento más que a nosotros mismos.
¿Y si la libertad no basta?
Fotografiar sin encargos, sin calendario, sin expectativa ajena nos da libertad, y eso es un privilegio. Podemos salir cuando queramos, buscar lo que nos mueve, crear desde la intuición y no desde la exigencia. No hay jefe, ni cliente, ni fecha de entrega.
Pero esa misma libertad puede volverse trampa. Sin presión, ¿cuánto nos desafiamos realmente? ¿Cuánto nos exigimos? ¿Hasta qué punto estamos dispuestos a crecer si nadie lo espera de nosotros?
Si la presión externa no llega, ¿cómo nos imponemos la nuestra? Porque lo que no se entrena, se adormece. Y lo que no se mide, rara vez mejora.
Reto sugerido: el lunes elige una palabra al azar —«tráfico», «verde», «esquinas»— y construye una miniserie de imágenes en torno a ella. Publica la serie cada domingo, acompañada de un breve texto. El plazo, la intención y el compromiso sustituyen al aplauso externo como motor del proceso.
La mediocridad no es un insulto; es una condición. Y, como toda condición, puede ser transitoria… si así lo decidimos.
Avanzar o quedarse
Llegados a este punto, sólo caben dos caminos: preparar la mudanza o fijar residencia.
Avanzar
Avanzar no depende de profesionalizarse ni de buscar fama; significa crecer. Diseñar un proyecto personal, investigar un tema, explorar un estilo. Salir a fotografiar no sólo cuando apetece, sino cuando se siente necesario. Exigirse más, incluso cuando nadie lo pide.
Crear un proyecto nos obliga a elegir, a profundizar, a editar con criterio. Nos coloca frente al espejo y nos conduce a preguntas ineludibles: ¿qué quiero decir con mis fotografías? ¿Por qué esto y no otra cosa? ¿Qué me mueve de verdad?
Quedarse
Quedarse también es válido, siempre que se haga con conciencia y sin autoengaño. Hay belleza en la práctica sin aspiración, en el disfrute íntimo, en la imagen que no necesita aplauso. Fotografía como meditación, como forma de estar en el mundo.
No hay garantías. Pero hay caminos. Y recorrerlos ya es una forma de victoria.
Seguir mirando
No hay respuesta definitiva. Ni la habrá. Este ensayo no pretende resolver una duda, sino acompañarla. Aceptar que mirar, disparar y seguir adelante —a pesar del silencio, de la falta de reconocimiento, de la duda persistente— también es una forma de habitar la fotografía.
Seguir mirando. Porque, al final, quizá eso sea lo único que realmente importa.
Seguir mirando, incluso cuando nadie mira con nosotros. Tal vez ahí esté todo.