Un comienzo necesario
La ilusion de evidencia
Hablar de verdad en fotografía es caminar por un terreno movedizo. Desde sus inicios, la fotografía ha estado cargada de expectativas: ser prueba, testigo, memoria. Hoy sabemos que, más que certezas, las imágenes nos plantean preguntas, y somos nosotros quienes intentamos dar las respuestas.
Un lenguaje en construccion
En este texto recorremos, con calma, el camino que ha llevado a la fotografía de ser vista como notario de lo real a convertirse en un lenguaje complejo, que habita entre el registro, la interpretación y una verdad que ha ido transformándose hasta llegar a este momento, en el que, quizá, la verdad no es más que el lugar hacia el que hemos sido dirigidos.

El nacimiento de la verdad fotográfica: la cámara como notario
En 1839, ver la luz fijada en una placa fue casi como detener el tiempo. Lo que antes se narraba o se pintaba podía por fin registrarse con una precisión inédita.
Durante décadas, se asentó la idea de la fotografía como verdad absoluta: un testigo imparcial, un notario silencioso.
El crítico francés André Bazin (1918-1958) lo formuló con su imagen del “embalsamamiento del tiempo”: ante una fotografía, decía, “nos vemos obligados a creer en la existencia del objeto representado”.

Esa confianza se agrietó muy pronto. En 1840, Hippolyte Bayard (1801-1887) realizó su célebre Autorretrato como ahogado, una escena construida para denunciar el olvido institucional de su trabajo. La contundencia del gesto dejó una enseñanza temprana: la fotografía no es la realidad; es su representación.
Esa fisura abre el siguiente tramo del recorrido: si la cámara registra, ¿de qué modo decide?
Primeras grietas: la subjetividad inevitable
A medida que el medio se practicó y se pensó, se impuso una evidencia: toda fotografía encarna un punto de vista. El encuadre, el ángulo, la exposición… cada decisión condiciona el resultado.
El sociólogo francés Pierre Bourdieu (1930-2002) ya lo señalaba en Un arte medio (1965): aprendemos a mirar con códigos sociales; lo “natural” del gesto fotográfico es, en realidad, una convención.
Más tarde, el británico John Berger (1926-2017) sintetizó en Modos de ver (1972) que “toda imagen encarna un modo de ver”.
Desde ahí, la neutralidad deja de ser una opción: cada imagen es también una declaración, incluso cuando aspira a la máxima discreción.
Ese desplazamiento conceptual prepara el terreno para un debate más fino sobre qué tipo de verdad puede sostener una fotografía.
Sontag y Barthes: la verdad en tensión
Sontag: apropiación y poder
A medida que la fotografía crecía como lenguaje, también empezaba a tambalearse la idea de que ofrecía una verdad absoluta. Susan Sontag (1933-2004), en su célebre Sobre la fotografía (1977), lo dejó claro: fotografiar es siempre “apropiarse de lo fotografiado”. Cada imagen es un acto de selección. Lo que mostramos y, sobre todo, lo que decidimos no mostrar, define el relato.

En su mirada crítica, la fotografía no era solo evidencia: era también poder. Poder para enmarcar el mundo, para fijar lo que será recordado y lo que quedará en el olvido. Su reflexión nos obliga a preguntarnos, aún hoy, qué verdad en fotografía nos cuenta cada imagen y cuántas verdades quedan, inevitablemente, fuera del encuadre.
Barthes: el “esto ha sido” y el punctum
Casi en paralelo, Roland Barthes (1915-1980) publicó La cámara lúcida (1980), donde situó el debate de la verdad en fotografía en un terreno más íntimo. Para Barthes, cada imagen certifica una verdad mínima e indiscutible: “esto ha sido”. Algo estuvo ahí, frente al objetivo, aunque no sepamos por qué se eligió ese instante y no otro.
Pero Barthes no se detuvo ahí. Introdujo el concepto de punctum, ese detalle que nos atrapa, que nos hiere sin explicación racional. Con él, nos recordó que cada fotografía, además de evidencia, es también experiencia, un diálogo silencioso entre el autor, la imagen y el espectador.
En este cruce entre Sontag y Barthes, la verdad en fotografía deja de ser un terreno sólido. Ya no hablamos de certezas, sino de capas de interpretación. La fotografía sigue siendo registro, sí, pero nunca inocente. Y en ese espacio entre lo que muestra y lo que sugiere, nace la duda que atraviesa toda imagen.
La era de la desconfianza: del documento a la crítica
La fotografia como discurso
Para entonces, la idea de la fotografía como evidencia ya había perdido buena parte de su inocencia. En las décadas de los setenta y ochenta, críticos como Allan Sekula (1951-2013) y Martha Rosler (1943-) llevaron esa desconfianza un paso más allá. Mostraron cómo, bajo la apariencia de neutralidad, el fotoperiodismo podía reproducir jerarquías, silencios y sesgos.
Sekula fue contundente: toda fotografía es un discurso. Y como todo discurso, nunca es neutral. Selecciona, omite, ordena. Decide qué se convierte en memoria y qué se pierde en el olvido.
La duda como cerramiento crítica
Ese cambio de perspectiva abrió un nuevo capítulo en la historia de la fotografía. La evidencia ya no bastaba. Era necesario leer las imágenes, interpretarlas, comprender que cada encuadre no solo registra el mundo, sino que lo construye.
En ese terreno, la duda dejó de ser una amenaza para convertirse en herramienta. Dudar de la imagen ya no significaba negarla; significaba entenderla mejor, cuestionar su contexto, sus intenciones y su alcance.
Fontcuberta y la postfotografía
Ficcion con pretensiones de verdad
Ningún autor ha desnudado esta fragilidad de la verdad fotográfica como Joan Fontcuberta (1955-). En El beso de Judas(1997), definió la fotografía como una “ficción con pretensiones de verdad”. Y tenía razón: seguimos confiando en la imagen incluso cuando sabemos que puede mentirnos.
Sus proyectos, como Fauna (1987) o Sputnik (1997), son ejercicios de ironía y pedagogía visual. Nos invitan a creer en lo imposible para, acto seguido, mostrarnos que creemos porque necesitamos hacerlo. Cada serie es un espejo que devuelve nuestra fe ciega en la fotografía, y cómo esa fe nos convierte en cómplices de su engaño.
El tiempo de la postfotografía

Con La furia de las imágenes (2016), Fontcuberta dio nombre al ecosistema actual: la postfotografía. Un tiempo en el que la saturación de imágenes y su fácil manipulación hacen que el viejo axioma de Barthes —esto ha sido— se desdibuje hasta convertirse en un susurro: esto quizá fue.
En este contexto, la verdad ya no es un punto de llegada. Es un territorio inestable donde la duda se convierte en el único terreno sólido para quien mira.
La irrupción de la IA y la crisis de la verdad
La fotografía digital ya había puesto en cuestión muchas certezas, pero la llegada de la inteligencia artificial ha desdibujado aún más los límites de la verdad en fotografía. Hoy no hablamos solo de editar imágenes, sino de sintetizarlas: crear escenas que nunca existieron y que, sin embargo, parecen tan reales como cualquier documento visual.
El teórico Fred Ritchin (1949-), en su libro After Photography (2009), anticipó este escenario y lo llamó una especie de “fotografía cuántica”: cada archivo puede ser real o ficticio, y ambos estados conviven hasta que alguien cuestiona o valida lo que está viendo.
Cada archivo puede ser real o ficticio, y ambos estados conviven hasta que alguien cuestiona o valida lo que está viendo.
Ese vínculo físico con el mundo —la luz que antes dejaba su huella en un negativo, y que Barthes definía como la verdad mínima de la fotografía— se ha diluido. Hoy, lo que vemos ya no garantiza que algo “haya sido”. Y en ese vacío, la duda deja de ser únicamente una herramienta crítica para convertirse en una condición permanente de nuestra relación con las imágenes.
No se trata de demonizar la tecnología ni de rechazar la creación sintética. El problema no es que existan imágenes generadas por IA, sino que muchas veces se presenten como algo que no son. Es en esa opacidad donde la confianza se erosiona, y donde la pregunta sobre la verdad en fotografía se vuelve más urgente que nunca.
En este nuevo escenario, aprender a mirar con atención —buscar contexto, exigir transparencia y mantener el pensamiento crítico— ya no es opcional: es una necesidad. Porque si alguna vez la fotografía habitó el terreno de la evidencia, hoy se mueve, inevitablemente, en el espacio de la duda.
Ética y honestidad: el fotógrafo como testigo
En el trabajo de Tino Soriano (1955-), Emilio Morenatti (1969-) o Gervasio Sánchez (1959-) aparece un hilo común: honestidad. No se trata de negar la interpretación, sino de asumir la responsabilidad del encuadre.
Soriano reivindica la pausa: mirar antes de disparar. Morenatti subraya la emoción compartida como garantía de verdad humana. Sánchez recuerda el límite ético: “la única verdad incuestionable de la guerra son las víctimas civiles”.
No es tecnicismo: es respeto por lo que se muestra y por quien lo mira.
Con esa brújula, cabe preguntarse qué horizonte nos queda.
Hacia dónde vamos: verdad, contexto y mirada crítica
El reto ya no es fijar una esencia de la verdad, sino convivir con sus formas múltiples. La creación sintética no es un enemigo en sí; la opacidad sí lo es. Un gesto de transparencia —decir qué es cada imagen— ayudaría a reconstruir confianza.
Mientras tanto, la salida es cultural: educar la mirada, exigir contexto, compartir criterios. La verdad ya no viene “de fábrica”: se construye entre archivo, autor y lector.
Conclusiones
Si algo nos ha enseñado este viaje es que la fotografía nunca fue un espejo fiel del mundo. Al principio parecía evidencia: luz fijada en una superficie, una verdad mínima que no podía cuestionarse. Pero con el tiempo aprendimos que cada imagen es también una interpretación, una lectura parcial, moldeada por quien está detrás de la cámara y reescrita por quien la observa.
Hoy, en un presente saturado de imágenes y con tecnologías capaces de inventarlas desde cero, la verdad en fotografía ya no es un punto de llegada. Es un territorio inestable que nos obliga a cuestionar lo que vemos, a buscar contexto y a asumir que la duda es, más que nunca, una herramienta imprescindible.
Quizá ahí radique la fuerza de la fotografía: no en ofrecernos certezas, sino en invitarnos a mirar más despacio, a interrogar lo que tenemos delante y, sobre todo, a interrogarnos a nosotros mismos.
Porque en ese espacio entre el registro y el relato, entre lo evidente y lo incierto, la duda se convierte en el único camino honesto para entender nuestras imágenes.
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Bibliografía
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