Cuando las fotos dejan de hablar del mundo y empiezan a hablar de uno mismo
Aprendí a manejar mi cámara, entendí la luz, la exposición, la velocidad, el enfoque. Tenía hambre de conocimiento y leía libros. Estudiaba a los grandes maestros de la fotografía y también aprendí de ellos. El resultado fue que mis imágenes eran técnicamente correctas; algunas incluso gustaban y recibía likes y comentarios. Fotografíaba con entusiasmo, ocupando gran parte de mi tiempo en ello. Sin embargo, notaba que mis fotos no decían nada. Les faltaba narrativa. No sabía qué estaba contando, qué quería transmitir, qué intención tenía al alzar la cámara, medir, encuadrar y hacer ese sencillo click. En ese momento, todo empezó a crujir. No fue una crisis ni una revelación, más bien un vacío entre el disparo y el sentido.
Ese vacío empezó a señalarme que el problema no estaba fuera, en el equipo o en la técnica, sino en un lugar mucho más incómodo: en mí mismo. Lo que estaba en juego ya no era cómo manejar la cámara, sino qué mirar, por qué mirarlo y cómo traducirlo en una imagen con sentido. En este punto lo difícil es seguir mirando con curiosidad cuando ya creemos tener todas las respuestas. Ahí la fotografía deja de ser solo un acto mecánico y se convierte en una pregunta abierta, que nos obliga a interrogarnos, sin concesiones, para qué seguimos haciéndolo, desde dónde y qué papel juega cada imagen en el relato que construimos.
Esa pregunta, repetida en silencio, me llevó a entender que construirse como fotógrafo no es alcanzar un estilo estable y blindarlo contra el tiempo, sino aceptar que la mirada cambia porque nosotros cambiamos. Cada lectura, cada viaje, cada decepción y cada alegría se cuelan en la forma en que encuadramos el mundo. Lo que fotografiamos es siempre, también, un autorretrato de lo que somos en ese instante. La “voz propia” no es un logotipo visual que se defiende a golpe de repetición, sino la consecuencia natural de nuestra manera de estar en el mundo. Y el mundo cambia; nosotros cambiamos con él. Las fotografías que hacemos —si son honestas— cambian también. Revisarse no significa solo ajustar la estética, sino también la ética: preguntarse por qué fotografiamos lo que fotografiamos, a quién sirve y a quién silencia. Porque la coherencia visual sin coherencia vital no es más que una postal impecable: bonita de ver, incapaz de conmover.

Y cuando esa postal ya no basta, lo único sensato es detenerse. Detenerse no es rendirse; es un ejercicio de conciencia. Revisar automatismos. Cuestionar incluso las fotos que mejor nos definen. Porque si seguimos produciendo lo que ya sabemos hacer, dejamos de crecer. Y un fotógrafo que deja de crecer empieza a repetirse hasta borrarse.
Crecer no significa solo explorar nuevas formas, sino también asumir la responsabilidad de lo que mostramos. Elegir qué dejamos dentro del encuadre —y qué dejamos fuera— nunca es neutro. ¿A quién le sirve esta imagen? ¿A quién le quita la palabra? La madurez no es solo un progreso formal: es aprender a retirarse cuando una foto responde más a nuestro impulso de poseer que a nuestra voluntad de comprender.
Desde ahí, lo único que me queda es seguir preguntando, aunque las respuestas nunca lleguen completas. Cada vez me importa menos la solución impecable y más la coherencia entre lo que miro y lo que siento. Me interesa menos la prisa por mostrar, y más la paciencia de esperar a que una imagen diga lo que tenga que decir.
Quizá construirse como fotógrafo sea, en el fondo, esto: aprender a sostener la duda sin dejar de mirar. Vaciarse de lo sabido para dejar espacio a lo que todavía no entendemos. Y aceptar que nuestras mejores fotos no están en la cámara ni en el archivo. Están en nuestra manera de estar en el mundo. Y en cómo elegimos habitarlo.