Una mirada personal al movimiento espontáneo de cuerpos en el Rastro de Madrid. Una coreografía sin guion, pero llena de sentido.
Había mucha gente.
Y el calor, a medida que avanzaba la mañana, se iba haciendo más visible, más táctil. Lo notabas en las espaldas mojadas, en los gestos más lentos, en la manera en que algunos buscaban la sombra como si fuera oro. Gente que va y viene, que mira, que toca, que habla. Gente que sonríe sin motivo aparente y otra que parece haber perdido la paciencia antes de salir de casa.
Para alguien a quien las multitudes pueden llegar a agobiar, el Rastro es toda una prueba. Pero, por suerte, con la cámara en la mano, vuelvo a hacerme invisible. Es un superpoder que agradezco cada vez más. Me dediqué a mirar sin apenas ser visto. A quedarme al margen. A observar.
No faltaban los clásicos: chaquetas de moto a 20 €, tres pares de calcetines por cinco, multitudes de objetos que parecen inútiles hasta que alguien les devuelve el sentido. Zafón y Cervantes a dos euros. Vinilos de colección. Cámaras antiguas que, como algunos rostros, parecían haberlo visto todo.
Pero hoy no era el día de rebuscar objetos. Hoy tocaba mirar a la gente.
Vendedores que vocean, público que regatea, poetas de combate redactando poemas con máquina de escribir al ritmo de las monedas que caen.
Y entre todo eso, gestos mínimos que no caben en titulares ni hashtags. Un padre que levanta a su hijo para que vea mejor. Una pareja que no se toca pero se acompaña. Alguien que carga con demasiado, pero aún así sonríe.
Fotografié torsos que se inclinaban, gestos suspendidos, conversaciones a media voz. Rostros sin rostro. Cuerpos que entraban y salían del encuadre como si no quisieran ser del todo vistos. Una mujer sentada en medio del paso, como si el mundo tuviera que aprender a rodearla. Un anciano que reía solo, ajeno al trajín. Y toda esa coreografía involuntaria que convierte al Rastro en algo más físico que comercial.
Porque, sin saberlo, sin intención ni guion, cada uno de esos cuerpos —al andar, al esperar, al discutir o simplemente estar— está dibujando algo mayor.
Un movimiento colectivo que no pretende ser bello, pero que lo es.
Una coreografía humana que, pese al ruido y el calor, sigue encontrando forma en medio del caos.




















