No sabría decir en qué momento empecé a echarme de menos. A veces pienso que fue en alguna oficina, mientras daba por hecho que eso también era vivir. Otras, simplemente creo que ocurrió por desgaste, por cumplir con lo previsto, por ir dejando cosas atrás sin querer. Hubo una época en la que creía en otras formas de estar en el mundo. No lo decía en voz alta, pero lo llevaba dentro. Calles sin prisa, palabras que hablaban de pan antes que de éxito, canciones que no buscaban aplausos sino verdad, y una idea —vaga, pero constante— de que el tiempo no siempre tenía que vivirse corriendo.
Con los años, esa forma de mirar fue quedando al margen. No desapareció del todo, pero dejó de ocupar el centro. Y sin embargo, sigue ahí, como una presencia discreta, una memoria que no reclama protagonismo, pero tampoco se marcha. Este poema no es un regreso ni una despedida. Es solo una manera de nombrar esa distancia. De acercarme, sin nostalgia decorativa, a aquel muchacho que fui y al que, con el tiempo, empiezo a parecerme otra vez.
Una mañana gris de café recalentado,
vendí mi alma al mejor postor.
Me dieron a cambio un sueldo
con vistas al photocall de la impresora
y una silla giratoria que no llevaba a ninguna parte.
Desde entonces,
fui puntual a todo
menos a mis sueños.
Archivista de excusas,
forense de la ilusión,
con un Excel en la frente
y la vida en un cajón.
El espíritu me abandonó sin dejar nota,
un junio del 82,
cuando aún creía en una Christiania, sin Dios,
en revoluciones sin foto de perfil,
en la trova con acento cubano
y poetas que rimaban hambre con dignidad.
Yo me quedé,
pagando hipotecas emocionales,
firmando partes de guerras laborales
y aplaudiendo reuniones que no entendía.
A veces me hablaba
desde una estantería polvorienta,
desde el recuerdo de un verso de Guillén
o de un abrazo que se me quedó en los brazos.
Me decía con voz ronca:
“¿Te acuerdas de cuando perder el tiempo
era la única forma de ganarlo?”
Y ahora,
que sigo fichando a la misma hora,
pero con la esperanza colgando del retrovisor,
me descubro menos obediente,
más yo.
Sigo siendo un hombre gris,
pero empiezo a tener fugas de color.
Escucho a Casiopea,
lenta, firme, testaruda,
guiándome sin prisa por el margen.
Un verso que se me escapa,
una idea que no cotiza,
un deseo que bosteza en mitad del día.
Todavía no ha sonado el timbre de salida,
pero se insinúa,
como una vieja canción
que vuelve cuando menos lo esperas.
Cuando llegue,
no quiero medallas ni discursos:
solo una mañana sin prisa,
una libreta vacía
y un reencuentro sin reproches
con aquel muchacho
que me dijo una vez
que la vida no venía con manual.
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